(tomado de ABC. Manuel de la Fuente. Madrid.)
Un pájaro de buen agüero llamó ayer a la puerta de «La casa roja», de Juan Carlos Mestre, libro por el que el poeta berciano ha obtenido el Premio Nacional de Poesía 2008. El jurado del galardón, cuya dotación económica es de 20.000 euros, ha estado presidido por Rogelio Blanco, director general del Libro, Archivos y Bibliotecas, y de él han formado parte, entre otros, los también poetas Joan Margarit y Olvido García Valdés, autores galardonados en la dos últimas ediciones, y Elena Medel.
Mestre recibía tranquilo y sereno la llamada de ABC, y con cierta austera y sobria distancia la noticia del galardón, que le traía a la memoria otras voces ya perdidas, y su deseo de hacer justicia, poética, cuando menos: «Los premios carecen de importancia, sobre todo cuando hay tantos admirables poetas y queridos amigos que no han tenido la justicia del gran reconocimiento. No me puedo olvidar en estos momentos de dos personas desaparecidas este año, José Miguel Ullán y Antonio Pereira, dos poetas que han sido dos referentes para mí en todos los órdenes de lo literario y lo personal».
Pintor y creador visual, además de vate de larga trayectoria, autor de libros como «Antífona del otoño en el Valle del Bierzo» (Premio Adonáis, 1985), «La poesía ha caído en desgracia» (Premio Jaime Gil de Biedma, 1992), «La tumba de Keats» (Premio Jaén de Poesía, 1999), Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo en 1957) escribió «La casa roja» (Calambur Editorial) durante nueve años, un libro de alguien que asegura que no tiene «una relación literaria con la poesía. En ese sentido, comparto la idea de Antonio Gamoneda cuando señala que poesía es un proyecto espiritual y no un proyecto de sociología de lo literario». El poeta ahora galardonado entiende la poesía como «la conciencia de algo de lo que no podemos tener conciencia de ninguna otra manera», y puesto tras la huella y el pensamiento de su «admirado Rafael Pérez Estrada» explica que “este libro son palabras civiles para después del tiempo».
Mestre abre de par en par la puertas de «La casa roja», puertas de una casa que es para él «una casa de huéspedes abierta a los desterrados de la razón, a aquellos que han hecho de su vida una apuesta por la imaginación, por los sueños, aquellos que en las amargas canteras de la Historia levantaron su voz para desobedecer, para decir que no». Una casa, un hogar imperecedero, una vivienda casi eterna para un puñado de habitantes conscientes de que «no hay más alto destino para el arte que no sea el elogio de la dignidad humana y la lucha por el derecho civil a la felicidad». Un puñado de inquilinos cuyas voces constituyen «un coro concertado de desobedientes, de voces borradas por los discursos de orden, por los discursos del poder, por los discursos normalizados que han ido expulsando a través de la Historia las voces de los que disienten».
Juan Carlos Mestre desgrana los versos a través de las habitaciones de esta casa, situada «en un territorio de acarreo que es fundamentalmente el territorio de la poesía, porque en ella caben todas las posibilidades. Afortunadamente, un libro de poemas no es un regimiento en el que haya que guardar algún estricto orden de discursos, sino que es un pabellón de insumisos, todo libro de poemas es un pabellón de insumisos, y la poesía ese lugar donde se hace de manera más radicalmente fehaciente el postulado de que la libertad es la primera obligación de aquellos que establecen los derechos civiles de las palabras como utopía para acercarnos a un porvenir más digno…».
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